Había una vez una niña llamada Isabella que, a los tres años, comenzó a expresar pensamientos sorprendentemente claros. Un día, jugando en su jardín, miró al cielo y sintió una conexión profunda con todo lo que la rodeaba.
Isabella, con calma asombrosa, se sentó bajo un árbol y empezó a hablar sobre la vastedad del universo. Explicó que dentro de ella estaba la esencia misma de la creación, que era el universo experimentándose a sí mismo a través de sus ojos y acciones.
Sus padres, intrigados, se acercaron y comprendieron que Isabella había alcanzado una profunda conciencia. A medida que creció, compartió sus reflexiones, inspirando a otros a apreciar la maravilla de la existencia y vivir en armonía con el mundo que los sostenía.
Isabella se convirtió en una joven sabia, llevando consigo la enseñanza de que todos somos parte de algo más grande, una conexión que nos une a cada ser y rincón del cosmos. Su historia se convirtió en un legado de comprensión y amor, recordándonos que cada uno de nosotros es un reflejo del universo, experimentándose a sí mismo a través de la maravilla de la conciencia.
